English translation below
Extensiones inalcanzables
Estaban a punto de empezar a rodar cuando se dieron cuenta de que los cables no alcanzaban. Quién tuvo la brillante idea de filmar en el desierto una historia de amor entre robots. La cinematógrafa sabía la respuesta: sentía que un jalón de los tendones y un ardor en las arterias le tensaban los puños mientras miraba de soslayo y con rencor al director, ese ambicioso prestidigitador, queriendo llevar a cabo una situación imposible en la equivalencia utópica de su locus amoenus. Si la corriente no quedaba enchufada a la fuente de carga iba a ser imposible realizar la toma del ascenso al clímax sin cortes. El generador de energía fotovoltaica tenía que estar fuera del alcance del ojo de la cámara, ojo que rodearía a los protagonistas en 360 grados, y en cuyo trasfondo debía quedar oculto todo signo de presencia humana y tecnológica. Había que mandar de inmediato al asistente por las extensiones, 55 kilómetros de camino arduo, apenas legible, a través del Atacama. Los ensayos habían salido bien. CaLeB lograba acercarse a EsTerL lentamente, como si cada músculo que no tenía estuviera presente, con la suavidad de quien lleva piel por corteza en lugar de una armadura de metal. El rostro de CaLeB conseguía expresar ternura mediante un temblor casi imperceptible de las pestañas imaginadas en su ojo. El laboratorio de Emoción Artificial desarrollaba a pasos inauditos el cultivo de los afectos humanos en la inteligencia robótica; nadie se escandalizaba ya de que se encontrara a punto de adiestrar verdades puras que, no sin ironía (pura también), habían sido inalcanzables para los mismos humanos. Así, le sostenía la mirada correspondida a EsTerL y al cabo de un instante un brillo se encendía en los iris de ambos, ese destello inalámbrico de un coqueteo (Me tienes, me enamoré de ti al primer protón). Ahí la escena empezaba el ascenso al post androidismo, con las notas nacientes de un aria en este operar (Tiéntame, téntame, tenme). El equipo entero había estado concentrado a toda célula: sudando de las axilas, entre los pechos, en el área del bigote; pero en ese momento del acercamiento todos se relajaban: las corvas dejaban de sobreextenderse, la nuca de encogerse, la mueca de la boca y la entreceja se desfruncían y sentía un cosquilleo, una reacción inesperada, incluso poco familiar, en todo el cuerpo. Eran unos instantes de homologación en que nadie hubiera podido distinguir quién de entre el equipo era humano y quién no. El director controlaba a distancia la actuación de CaLeb y EsTerL. A él, como a los demás, le alcanzaba el efecto que empezaban a llamar enrobotamiento y encontraba sin pensarlo, sin ordenarlo a su cerebro, una memoria de emoción. Entre las graves carencias de su vida estaba el sentimiento y, claro, el agua, pero quién se acordaba de lo que era eso. Se estremecía. Ahí ponía el dedo virtual sobre la iHaga, se prendía por dentro, como si hubiera lucecitas en sus venas. Creía en Aurora, la muchacha que le había gustado tanto cuando todavía tenía poros en la epidermis. Se alejó del set de filmación– ese escenario de peligrosos simulacros–, no era difícil dirigirse a un lugar solitario en ese mundo seco. Pero entonces estaba aquello de considerar la inversión de la situación. Sentía de nuevo ese hormigueo, chispas navegando en su cauce interno; enervante era sentir cómo viajaba por su sistema, sin saber si era bueno o era malo, si era cosa de remedio con el médico o el técnico, y la duda: ¿debía extirparse esa vena? ¿No era acaso un cable reemplazable? En algún punto de la gran periferia árida en la que se hallaba se enchufó a Aurora por telepatía. Quería pensarte. Me piensas y te existo. Verte. Me ves, no a un espejismo. Escucharte. Te canto, encanto. Tocarte. Desliza tus dedos por mi cuello hasta mi abdomen. Aurora, ¿por qué no tienes ombligo? Soy robosapiens. Así que aquellos no eran piercings. Nah, son enchufes e interruptores. Querría enchufarte e interrumpirte. Te doy mi consenso. ¿Me extrañas? Lo haré, si quieres. Sí, quiero. Te extraño muchísimo. La cinematógrafa me tiene hasta la madre. Agárrate del cordón que voy a tirarte. ¿Como en el rodeo? Como el náufrago que eres. Ya. Hazle un nudo en ocho. Listo. Ahora vuelve al set y espera a que llegue tu asistente con los cables. ¿Siri es tu hermana? No seas bobo. ¿Alexa es tu mamá? Ya te pasaste, cabrón. Los bots me confunden. ¿Por? Se miran fijamente y entonces se besan con efusividad. Es el efecto del racimo de cables 5D78 y el 0R43. Después, acarician las coyunturas del otro y empiezan a secretar leche. Son los elementos de la mina Mirny, que unen lo inconciliable. Algo despertarán en el desierto. ¿Harán raíces? Si encuentran el grial para volver mamíferos los cables. Bah, deja que le taladren ese ombligo al mundo.
Maité Iracheta
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Unattainable Extensions
The shooting was about to start when they realized that the cords were not long enough. Who in the world came up with the brilliant idea of making a movie about robots falling in love in the desert. The cinematographer knew the answer: she felt a pull of her ligaments and the sting in her arteries tightening her fists as she stared obliquely, with resentment, at the director, the ambitious conjurer, who insisted on carrying out an impossible agenda at the utopic equivalence of his twisted locus amoenus. Should the current not be plugged in to the power, it was going to be impossible filming the ascent to the climax with no cuts. The generator of photovoltaic energy had to be out of reach from the camera’s eye, the eye that would encircle the protagonists 360 degrees and in which background any sign of human or technological presence had to remain hidden. The assistant was sent to get the cord extensions right away, 55 kilometers of a strenuous path, barely legible, through the Atacama. Rehearsals had gone well. CaLeB managed to slowly approach EsTerL, as if every muscle that he lacked were present, with the smoothness of he who wears skin as cortex instead of metal armor. CaLeB’s face was able to express tenderness by an almost imperceptible tremor of the imagined eyelashes on his right eye. The Artificial Emotion Lab was developing at fast speed the reproduction of human feelings for robotic intelligence; nobody felt shocked anymore that it was getting so close at taming pure truths that, not without irony (just as pure), had been unattainable for the very humans themselves. Thus he held its corresponding gaze to EsTerL and a moment later a spark of brightness ignited in the iris of both bots, oh that wireless twinkle of flirtation (You’ve got me, I fell in love with you at first proton.) That’s where the scene commenced its ascension to post androidism, at the rising notes of this operation’s aria (Tempt me, handle me, have me.) The whole crew had been focused with every cell before it started: sweating in the armpits, between the breasts, in the mustache area; but at the moment of approximation everybody relaxed: the back of the knees stopped from overextending, the nape from shrugging, the grimace on the mouth and in between the brows unwrinkled and the team felt a tingling, an unexpected reaction, scarcely familiar, all over the body. These were instances of homologation in which no one would’ve been able to distinguish who among the staff was human and who wasn’t. The director handled the remote control of CaLeB and EsTerL. Like everybody else, he was affected by the syndrome they started to refer to as robotuation and it triggered in him without thinking, without ordering it to his brain, a memory of emotion. Among the most serious shortages in his life were the sense of feeling and, of course, water, but who had the luxury to remember what those two were anymore. He’d shudder. The director put the virtual finger on his iWound, clicked the turned-on mode inside, as if sparkling lights were running through his veins. He believed in Aurora, that young gal whom he’d already liked so much when he still felt his epidermis was porous. Soon after, he fled the movie set–that stage of dangerous simulacra–and it wasn’t hard to direct himself to a solitary place in this arid world. Then again he had to consider the investment in the situation. He felt the tickling once more, navigating twinkles down his inner, tight conduits; feeling how it traveled through his system was exasperating, ignoring if it was good or bad, if it was about finding a remedy with the doctor or the technician, plus reckoning with the question: Should I remove that vein? Was it perhaps a replaceable cord? At a certain point, in this great desiccated periphery where the director was by himself, he connected telepathically with Aurora. I want to think of you. You think of me and I exist for you. To see you. You see me, not a mirage. To hear you. I sing for you, darling. To touch you. Slide your fingers from my neck to my abdomen. Aurora, how come you don’t have a navel? I’m a robosapiens. So, those weren’t piercings. Nope, they’re sockets and switches. I’d like to plug in and sock you. You have my consent. Do you miss me? I will if you want me to. Yes, I do. I miss you terribly. I’m fed up with the cinematographer. Hang on to the rope I’m going to throw to you. Like in the rodeo? Like the shipwreck that you are. Got it. Tie a figure eight knot. Done. Go back to the set now and wait for your assistant to arrive with the extension cords. Wait, is Siri your sister? Don’t be silly. Is Alexa your mama? That’s it for you, dumbass. Bots puzzle me. Because? They look at each other and then they kiss effusively. It’s the effect produced by the cluster of cables 5D78 and the 0R43. Then they caress each others’ limbs and begin to discharge milk. Consequence of the diamond mine Mirny’s elements which tend to merge what’s incompatible. The bot lovers will stir up something in the desert. Will they make roots? Only if they find the grail and turn cables into mammals. Well, let them drill the world such a belly button.
Maité Iracheta
Translated from Spanish by the author
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