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a d d a n o m a d d

Traducción al español abajo




La Brea

 

 

It’s possible that the vague sense of having been to the Tar Pits before, years ago when she was a child, is not a product of her own memory, but imported from elsewhere. This is often a problem. She would go to someone’s house for dinner, slide of cutlery against plates, and the next day not be sure if she had in fact said those sentences aloud, if anyone had heard her.

  Now, walking past the towering hulk of a reconstructed mammoth, its enormous tusks and trunk lifted as if raising a flag, she thinks, no, she had never been here before, at least not in a school uniform, shuffling behind a teacher or listening to other girls talk conspiratorially. That was someone else’s memory.

  Outside the museum, in the park where she had walked, some pits are still visible. Cordoned off by wire fencing, the earth looks mostly like any other earth, patchy with grass, a little deflated, the holes filled back in decades ago. Still, there is that distinct smell, and the problem of seepage: liquid asphalt still bubbles up; park workers place traffic cones over sudden sludgy spots. Tar, she learns, is a misnomer. It is asphalt, crude and sticky and thick, seeping up from an ancient oil field. It smells like gas stations, like streets scraped and newly paved over. The kind of smell that always made her nauseous as a kid.

  Inside, the mammoths and mastodons gleam, cleaned completely. Ground sloths, like loping bears without snouts, and extinct horses. She wants to ease shut the jaws of each saber-toothed cat. 

  One wall, backlit with an eerie orange light, is covered with skulls of dire wolves, row upon row, all facing right. From far enough away, they look like cleats on display in a sports store. She watches a family spread out, as if in their living room. They are debating the number of skulls.

  “No, I counted 387.”

  This is not the first time he has said this. He is, she thinks, the older son, and he stands with a straight back, talks as if leading a board meeting. Navy pullover; crop of gray at his temples. 

  “No, it only looks like sixteen rows and twenty-five columns, I did the math. The rows aren’t even.” He gestures. “And that one is missing the top. It’s 387.”

  His siblings look like they could run meetings, too, but keep quiet. It is the mother, matriarchal and leaning her weight to one side, who insists.

  “No. You counted wrong.” 

  She has a voice much taller and wider than her body, which does not exactly seem frail. It somehow reverberates and stays steady. Like a pillar of concrete water has to move around. “The museum did not get that wrong.”

  Behind the bird skeletons, glassed-in, the family’s voices fade. She studies the fine, strong bones of Coragyps occidentalis, imagines the vultures breaking through flesh, black plumage mixing with the sticky mud.

  What did the coastlines look like then, from the height of the scavengers’ circling? The trees?

  She’d heard Los Angeles Basin before and not really known what it meant. But once, all of this had been covered in ocean. Then plates shifted and ocean receded, sea creatures melted over millennia into oil; the mountains pushed up, and what was visible got mostly covered. 

  Joan Crespí, on expedition for Spain, heard from scouts about the black bubbling, called it los volcanes de brea. He did not see the brea himself, though he wrote about it. And maybe dreamed. La brea, like tar, like pitch, breaking through the earthen seams.

  She tries to imagine what the basin looked like to those men. Staring out midday, into shadowed evening, did they know this place before: cliffs of Mallorca, Catalan hills? Sea of bones meters beneath their feet.

  Soon Crespí went north, and others, and the long noose of missions tightened. Something forges from what was molten, hardens.



~Allison Hutchcraft




La Brea

 


Puede ser que esa vaga sensación de haber estado antes en las fosas de alquitrán de La Brea, hace años cuando era pequeña, no sea un recuerdo suyo sino algo procedente de otro lugar. Eso es a menudo un problema. Haber ido a casa de alguien a cenar, desliz de cubiertos sobre los platos, y al día siguiente no estar segura si realmente dijo en alto aquellas frases, si alguien la había oído.

  Ahora, al pasar junto al formidable armazón de un mamut reconstruido, enormes colmillos y trompa, elevados como si estuvieran izando una bandera, piensa, no, no había estado aquí nunca, al menos no vestida de uniforme escolar, deambulando tras una maestra o escuchando conspirar a otras niñas. Eso era el recuerdo de otra persona.

  Fuera del museo, en el parque donde había paseado, aún se pueden ver algunas fosas. Cerrada con una valla de alambre, la tierra se parece más bien a cualquier otra tierra, con hierba aquí y allá, algo hundida, los hoyos tapados hace décadas. Aun así está ese olor inconfundible, y el problema de las filtraciones: el asfalto líquido sigue bullendo; los trabajadores ponen conos de tráfico sobre las fangosas manchas en cuanto aparecen. Alquitrán, aprende, es inexacto. Es asfalto, crudo y pegajoso y espeso, rezumando desde un antiguo yacimiento petrolífero. Huele como en las gasolineras, como en las calles fresadas y recién pavimentadas. El tipo de olor que siempre le daba náuseas de pequeña.

  Dentro, los mamuts y los mastodontes resplandecen, completamente limpios. Perezosos terrestres, como osos sin hocico al trote, y caballos extintos. Le dan ganas de cerrar una por una las mandíbulas de los dientes de sable.

  Una pared, retroiluminada por una inquietante luz naranja, está repleta de cráneos de lobos gigantes, hilera tras hilera, todos mirando hacia la derecha. A suficiente distancia parecen calzado expuesto en una tienda de deportes. Observa a una familia dispersada, como en su sala de estar. Están discutiendo el número de cráneos.

  “No, yo he contado 387.”

  No es la primera vez que lo dice. Es, cree ella, el hijo mayor, y tiene la espalda erguida, habla como si estuviera presidiendo una junta de administración. Suéter azul marino; mechones grises en las sienes.

  “No, parece que son sólo dieciséis filas y veinticinco columnas, lo he calculado. Las filas no están igualadas.” Gesticula. “Y a esa de ahí le faltan arriba. Son 387.”

  Sus hermanos también tienen pinta de que podrían dirigir una junta, pero se quedan callados. Es la madre, matriarcal y cargando su peso a un costado, la que insiste.

  “No. Has contado mal.”

  Tiene una voz mucho más alta y amplia que su cuerpo, que no aparenta precisamente debilidad. Firme, incluso llega a retumbar. Como un pilar de cemento inmutable al paso del agua. “El museo no se ha podido equivocar.”

  Detrás de los esqueletos de pájaro, en vitrinas, las voces de la familia se desvanecen. Estudia los huesos sólidos y fuertes del Coragyps occidentalis, imagina a los buitres desgarrando la carne, el plumaje negro mezclándose con el lodo pegajoso.

  ¿Qué aspecto tenían las costas en aquel tiempo, a la altura de los carroñeros volando en círculo? ¿Los árboles?

  Había oído antes la cuenca de Los Ángeles sin saber qué significaba exactamente. Pero todo esto estuvo una vez cubierto de océano. Después las placas se corrieron y el océano retrocedió, las criaturas marinas se disolvieron con los milenios en petróleo; las montañas surgieron, y casi todo lo que era visible quedó enterrado.

  Joan Crespí, en una expedición española, supo por una avanzadilla de aquel borboteo negro, lo llamó los volcanes de brea. Él nunca vio la brea, aunque sí escribió sobre ella. Y quizá la soñó. La brea, como el alquitrán, como el bitumen, abriéndose camino a través de las telúricas costuras.

  Trata de imaginarse qué les parecería la cuenca a aquellos hombres. Obnubilados al mediodía, por la noche oscura, ¿conocían ya este lugar, acantilados de Mallorca, montañas catalanas? Mar de huesos a metros bajo tierra.

  Poco después Crespí se fue para el norte, como otros, y la larga soga de las misiones se tensó. Algo se fragua de lo que fue líquido, se endurece.



Traducido para addanomadd por Juan Meneses



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