addanomadd

a d d a n o m a d d

English translation below

 

 

TIGRE TIGRE                                     

                           

Corre un tigre a la mitad / corre un tigre y se atraviesa / te dice desde sí mismo otro lugar / salta

y es el río salta y te atraviesa / en inercia se hace necesidad / es la cuenca toda el agua la estrella.

 

La modernidad es una trampa, un lugar desde donde evocar lo que vino antes. En forma de pan, sea una magdalena o una astorga, remojada en tila o en manzanilla o jengibre. El té por el té mismo se actualiza en la taza evocando tránsitos coloniales nunca superados. Yo prefiero el café. He vivido rodeado de su omnipresencia, sea en sacos, tostadoras, molinos, cafeteras y tazas; viniendo de una familia finquera de Chiapas. Nos dicen dónde, nos dicen cómo, nos dicen qué. Está la evidencia de los lugares y también, su promesa. Están también los tránsitos y la estadías, sabiéndome fascinado –sobretodo- por los trayectos.

Mi primera infancia transcurrió –inadvertida para mí- junto al mar en la Ciudad de San Salvador. Mi abuela voló desde Torreón –en el borde entre Durango y Coahuila- para conocer al primogénito de su benjamina. Fungió como madrina en un bautizo tropical del que sobreviven algunas fotografías llenas de solemnidad. El vínculo con lo inefable, esa experiencia expandida del mundo al que le decimos de una manera u otra, de la que renegamos, envalentonados por nuestras hormonas, que consiguen –al menos por un momento- en traernos toda trascendencia al momento presente. A fin de cuentas, nos convertimos en postal.

Mi primera navidad sucedió por esos lares meridionales. No la recuerdo. Puedo inventarme que la puedo traer a cuento, pero no es cierto: nos inventamos las historias porque las vemos, las narramos a partir de los fotogramas, que multiplicados, llevamos guardados en el bolsillo a todas partes. No es tanto el recuerdo de haber estado ahí, mítico y nunca reencontrado, como el recuerdo guardado en la fotografía, invocado en el descubrimiento de una realidad anterior a la vivida, a la experimentada, a la recordada.

Algo que sí recuerdo es está sensación que supongo tenemos todos de haber estado siempre, en el presente en transcurso, incapaces de recordar un tiempo en el que no hubiéramos estado, ese tiempo que cabe en las películas pero que ya no está cuando llegas, algo nos dirán de todo eso, algo nos inventarán, como nos inventamos los recuerdos que vamos guardando –mochila al hombro- corriendo en remedo de David Byrne en una banda sin fin.

Vivía fascinado de niño con esta noción, entre el estar y el no estar, en aquello que se constituye como una aparición, algo que se replicaba en los libros ilustrados y las pantallas de televisión. Primero no está, luego está, y una vez que está, no puede dejar de estarlo, sea como mi abuela junto al mar dándole ánimos a ese par de padres primerizos que no sabían lo que les esperaba. Sea como mi otra abuela, que viajó al norte de Texas para visitarnos, descubrir la extensión del paisaje. Debe de haber sido en el Lubbock de Buddy Holly donde compró un espirógrafo para que luego jugáramos juntos. Fascinado, pude ver como surgía el holán que iba definiendo un patrón sobre el papel. Dado a la deconstrucción desde pequeño, tiraba los pequeños engranajes al suelo para esconderme bajo la mesa, sentir el patrón dentado de sus bordes y ver la sucesión de puntos que luego definían el dibujo en mi cabeza. Este gesto se convirtió en una extensión del juego, lo repetí a lo largo de esa mañana, una, dos, tres veces, hasta que mi abuela se asomó para reprenderme, diciéndome con ello que el juego no era así. 

Ese mismo espirógrafo luego pasó largas temporadas guardado, arriba de un closet. La justificación era que acabaríamos por romperlo y era mejor esperar hasta que tuviéramos edad suficiente para jugarlo, o más bien, para tener la responsabilidad aprendida de volverlo a guardar en su lugar. Lo que no era una promesa ni un plazo pero sí una excusa, justo, para no encontrárselo tirado. Lo jugábamos de todos modos, en las largas mañanas de sábado, mientras nuestros padres dormían o hacían como qué dormían. Lo volvíamos a guardar, con el mismo esmero, no fuera a quedarse nada, con ese desapego era conjurado por la consigna que trae todo secreto. Son lugares en el tiempo, y en esos términos, más allá del prodigio que nos suponen, en tanto mínimos portentos maquínicos, queda el afecto, lo que trae a cuenta el objeto más allá de lo que es. Será por lo mismo que, por lo que escribo aquí, sepan su función, en tanto dispositivo sentimental, cuando lo encuentren después de que haya muerto, vinculado a lo largo del tiempo en distintos estratos de significación. Un relato, vaya, que lo diga.

De esa primera navidad, que invoco ahora, sobreviven –como he dicho- algunas fotografías en las que el infante se supone que soy yo mismo. Alguien más te lo dice, te lo viene a explicar, sea una figura titular, sea tu flujo de conciencia. Ese eres tú, ¿lo ves?, en verdad eres tú. Fíjate en esa misma mirada lánguida tuya, mirando al infinito. Habría que insistir en que cuando uno mira al infinito no mira, está más bien escuchando, pero bueno. Está el infante en esa casa cerca del mar rodeado de los regalos de su primera navidad, mira a la cámara, un poco porque se lo dice su padre, otro tanto por el lapso de atención en el que queda cautivado por el aparato que sujeta con las manos contra el rostro. Lo que sigue es hacerse para adelante y tratar de alcanzarlo. Entre los regalos que rodean a ese infante, destaca, más para el infante que ha dejarlo de serlo que por lo demás, un tigre de hule, dispuesto en su empaque, media caja que le sirve de aparador portátil, que lo dice en la repisa del almacén, diciéndome, llévame llévame, a la pregunta de qué he de llevar.

Y resulta liminar, en los ecos y asonancias entre el llévame, el llevar, y el tyger tyger burning bright, que llegaría después, mucho después. Antes vendría la decepción de saber a Shere Khan un anti-héroe, el alborozo que me provocaba el ricochet feliz de Tigger y el gancho que supuso desde la estantería del almacén ese Tigre Toño remoto que me acompañaba en las mañanas, diseñado por Eugene Kolkey en 1951 para Leo Burnett –cuando, después de muerto Kellog- vender cereal endulzado no se consideraba todavía inmoral. ¿Serán todos avatares del mismo tigre, ese mismo con el que jugaba, constreñido a los formatos episódicos aprendidos en televisión, confiriéndole diálogos a ese y a otros tantos juguetes alrededor?

Supongo que el hecho de hacer hablar cochecitos a escala traídos de Inglaterra nos preparó a muchos para aceptar que los coches que pudieran conversar con sus conductores, más allá de las conversaciones que entablamos de por sí con estos aparatos. Unos hablando como conductores, sabiendo que no nos escuchan, no de esa manera, oyéndolos hablar en coche, escuchando como dicen las cosas, sea el cambio de velocidades, el ritmo de los limpiaparabrisas o la resistencia de la camino, en la ilusión de que dejan de sernos un extensión en el tiempo y el espacio.

 

—Ricardo Pohlenz

  

TYGER TYGER

 

Running tiger halfway / running tiger crossing / tells you from within another place / jumps and is the river / jumps and pierces you / by inertia becomes necessity / is the basin the whole water the star.

 

 

 

My first childhood took place –inadvertently to me– by the sea in San Salvador City.  My grandmother flew from Torreón –at the margin between Durango and Coahuila– to meet her youngest child’s first born. She served as the godmother in a tropical baptism of which some photographs full of solemnity survive. The bond with the indescribable, disseminating experience of the world as we refer to it one way or another, that we grumble about, emboldened by our hormones, that achieve –at least briefly– to deliver us all possible transcendence to the fleeting present. Ultimately, we become a postcard. 

           My first Christmas happened around such meridional landscapes. I don’t remember it. I can pretend to recall it, but that’s false. It’s not about the memory of having been there, mythical and never reencountered, as much as the memory fixed in the photograph, invoked by the discovering of an existing reality prior to the one lived, experienced, and remembered. 

             Something I do remember is the sensation that, I guess, we all feel of having always been in the flowing present, unable to recall a time in which we hadn’t been, the time that’s fitting in films but it’s not there when you arrive.  There’s something to be said about all this, a narrative will be invented by someone, just like we make up the memories we go on collecting –rucksack to the shoulder– running like a parody of David Byrne on an infinite band.

            I used to be enthralled at this notion, the in-between being and not being, that which corresponds to an apparition, something that was reproduced in picture books and on TV screens. At first it’s not there, then it is, and once it is, it can’t stop being, be it like my grandmother by the shore cheering up for that couple of rookie parents who had no idea what awaited them. Be it like my other grandmother, who traveled to northern Texas to visit us, to discover the amplitude of that landscape. It must have been at Buddy Holly’s Lubbock where she bought a spirograph so that we could eventually play together. Transfixed, I saw how the frill bursting out would draw a pattern on the paper. Inclined to deconstruction since childhood, I would throw the small gears to the floor and hide under the table, feeling the indented pattern of its borders and seeing the successions of dots that would define the drawing in my head. This gesture became an extension of the game; I repeated it throughout the morning, once, twice, three times, until my grandmother peeked in to reprimand me, telling me the game was not supposed to be played that way.     

           Later on, that same spirograph spent long seasons storaged, on top of a closet. The reasoning was that we’d end up breaking it and it was better to wait until we were old enough to play with it, or rather, until we’d acquired the appropriate skills to put it back responsibly where it belonged.  It was not a promise or a window but it was an excuse, fair, in order to avoid finding it all spread on the floor. We’d play with it regardless, on those long Saturday mornings, while our parents slept in, or pretended to do so.  We would put it back with the same effort, careful not to leave anything behind; with such disregard, the secret plotting was sealed. 

          From that first Christmas I’m invoking, some photographs survive–as I’ve said–in which the infant is supposed to be me. Someone else tells you, comes and explains to you, maybe a tutoring figure, maybe your flow of conscience. That’s you, can you see? It’s really you. Look at that same languid gaze of yours, staring at the infinite. One should insist that when one looks at the infinite, one is not actually looking, one’s rather listening, but whatever. The infant is in that house by the sea surrounded by his first Christmas gifts. Among those presents surrounding the child, one stands out: a rubber tiger, placed in its box;  half the package functions as a portable display with the message from the department store’s shelf telling me, take me take me to the question of what should I bring. 

            And it works as a threshold, in the echoes and assonances between the take me, the taking, and the tyger tyger burning bright that would come after, way after. Earlier, though, the disappointment of realizing that Shere Khan was an anti-hero would come, just like the delight of happy Tigger’s bouncing, and the appeal that the remote Tony the Tiger from the store’s shelf became my morning companion, designed in 1951 by Eugene Kolkey for Leo Burnett –back when, after Kellog’s death, selling sweetened cereal wasn’t yet considered immoral. Can all these be avatars of the same tiger, the same one I played with, constrained to the episodic formats learned by the TV, bestowing dialogues to that and so many other toys around?    

 

—Ricardo Pohlenz                                                  

 

English translation by M. Iracheta